jueves, 20 de septiembre de 2012

Mensajes en red: sobre el vértigo tecnológico

Pongamos por caso que eres el primer ministro del Inglaterra y que una mañana te desvelan del sueño con la noticia de que han secuestrado a la princesa. Pongamos que el secuestrador ha colgado en Youtube un video en el que se anuncia que ese mismo día tú, el primer ministro, debes fornicar con un cerdo delante de las cámaras, en directo, o de lo contrario la princesa morirá. Pongamos  que además no eres republicano:

¿Te lo montarías con el pig?

Ese es el planteamiento con el que empieza la fabulosa trilogía de la serie Black Mirror. En este primer capítulo se expone una situación absurda e inaceptable que, por el hecho de haber sido propagada en la red, se convierte de repente en un imperativo político. Demasiadas personas juzgan lo que deberías hacer. No puedes tomar una decisión serena. La masa dicta. La inteligencia colectiva es, en efecto, muy poderosa, tanto que te borra como individuo. Eres sólo un megabyte que debe cumplir su función. Si el orden del programa requiere que te trisques a un cerdo, te tienes que triscar a un cerdo.

Pero lo importante es que este capítulo habla de algo que por desgracia es de ardiente actualidad: la velocidad vertiginosa con que se propaga la información en la red. Las enfurecidas turbas que hemos visto estos últimos días a propósito de la película La inocencia de los musulmanes, no habrían sido tales si la herramienta de propagación hubiera sido el rumor. Arthur Schopenhauer tiene un aforismo en el que dice que estaríamos completamente solos si escucháramos lo que nuestros amigos o vecinos dicen de nosotros. La verdad en estado puro es insoportable para el ser humano y la red hace posible que esa verdad se propague mucho más allá de lo que debería. Además genera este tipo de reducción lógica gracias a la cual cuatro fanáticos logran convencer a una multitud de que esa ofensiva película representa el sentimiento general del occidente no-musulmán. De ahí que miles de embravecidos musulmanes hayan  tomado todo símbolo, instalación o persona relacionada con ese mundo imaginado en tanto que objetivo de una canalización metonímica de la rabia.

El gran geógrafo brasileño Milton Santos explicaba que las redes tecnológicas son al mismo tiempo concentradoras y dispersoras. Lo que parece que conecta, en realidad, puede introducir una enorme distancia entre las personas. La distancia surge cuando la velocidad de las conexiones extirpa a los mensajes de su contexto y los convierte en ajenos e incontrolables. Un primer ministro pierde el control de su nación por un vídeo que todo el mundo ha visto. Una civilización es reducida al film patético de un personaje marginal. Unos ven una señal amenazante de humo y se preparan para la guerra. Los otros, tras la línea del horizonte, solo se están asando unos choricillos. Estamos cada vez más cerca, sí. Pero para comprendernos habrá que superar ese vértigo de los abismos tecnológicos y luego sentarnos en el margen, levantar el rostro y mirar, con paciencia, por encima de la pantalla.


miércoles, 19 de septiembre de 2012

@SanchezGordillo y @justinbieber

Si midiéramos la importancia de las figuras mundiales por sus seguidores en twitter encontraríamos datos sorprendentes, quizá reveladores. El presidente @barackobama, por ejemplo, twittea orgulloso y megalómano a sus 19.906.777 seguidores que "ser presidente de EE.UU es ser el presidente de todo el mundo". Pero Obama no parece darse cuenta de su pequeñez en comparación con, por ejemplo, ese niño cantor llamado @justinbieber, que tiene más de 28.032.013 fervientes seguidores.

En un plano de política nacional, podría pensarse que el alcalde de Marinaleda, @SanchezGordillo, tiene pocos seguidores, 62. 117, si lo comparamos con los del presidente de España, @marianorajoy, que cuenta con 366.374. Pero hagamos el siguiente cálculo: Marinaleda tenía en 2011 unos 2778 habitantes. Si dividimos los seguidores de Gordillo entre las personas sobre las que gobierna directamente, nos saldrían a unos 22 seguidores por persona gobernada. Por otro lado, el número total de españoles en 2011 era de unos 47.190.493. Si aplicamos la misma cuenta para el presidente del gobierno, nos saldría que Mariano Rajoy tiene 0,007 seguidores por persona gobernada. Esto se podría interpretar de dos maneras, una empírica y otra analítica. La empírica y obvia sería afirmar que Mariano Rajoy tiene muy pocos seguidores. La analítica sería suponer que, en realidad, lo que tiene que decir el presidente no es importante, o por lo menos mucho menos interesante de lo que se le pueda ocurrir a Juan Manuel Sánchez Gordillo o al propio Justin Bieber. Para mayor goce especulativo, uno puede imaginar qué pasaría si Gordillo y Bieber se hicieran mutuos seguidores de twitter. ¿Qué pasaría si Justin retwittea a Gordillo, y pide a sus 28 millones de enervados seguidores que asalten unos cuantos súpers para repartir la comida en centros sociales? Sí, claro, es absurdo, ¿pero no reconforta imaginar que la Historia podría estar al alcance de un tweet?


Parábola revolucionaria del Iphone

Para ciertas cosas soy conservador. No me voy a comprar un iPhone 5. Esperaré al iPhone 6. Será mucho mejor. Tendrá conexiones NFC, o sea, un sistema propio de comunicación inalámbrica entre dispositivos. Tipo Black Berry. Ese sistema avivó el último levantamiento popular en Londres y, tal y como están las cosas, nunca se sabe cuando la NFC te va a salvar de unos buenos porrazos de los antidisturbios. Aunque quizá, para entonces, los antidisturbios ya tengan también su iPhone 6. Quizá hasta podrán detectar los mensajes sediciosos que yo pueda intercambiar con el portador de otro iPhone 6. Tendré que esperar entonces al iPhone 7. Pero, ¿Y si les da por reducir la pantalla? A mí lo que me gusta del iPhone 5 es que la pantalla es más grande. El problema es que ahora también hay iPads y no tiene sentido hacer las pantallas más y más grandes, porque en algún momento los smartphones serán en realidad iPads, o viceversa. Quizá les da por reducir la pantalla para recuperar la identidad de lo que antaño era un teléfono, y así poder vender dos cosas distintas: iPhones e ipads. Está bien, esperaré al iPhone 8 o 9. Para entonces seguro que se habrá encontrado el equilibrio perfecto entre pantalla grande e identidad propia con respecto a los iPads. Entonces iré a la tienda transparente de Apple para comprarme un iPhone 9. Preguntaré por la garantía. Seguro que uno o dos años, y los consabidos problemas de la batería. Entonces volveré a casa y miraré lo que comenta la gente en algún foro, para asegurarme. Probablemente los entendidos estarán encontrándole pegas y vaticinando las mejoras del iPhone 10. Esperaré al iPhone 10. Calculo que será más o menos hacia el 2020. Entonces se van a enterar los monopolizadores de la violencia del Estado. Con mi iPhone 10 estaré tecnológicamente al día, y conectado con todos esos que quieren combatir este capitalismo opresivo. Pero claro, también habrá que ver cómo son los antidisturbios del 2020. Quizá no serán personas, sino ellos mismos iPhones 10: maquinitas avanzadas que vuelan y te controlan y te reprimen. Esto del iPhone me empieza a poner la piel de gallina. Bien mirado, mejor me quedaré con el móvil que mi abuela no aprendió a utilizar. El de los botones grandes y sin cámara. El que se cayó del segundo piso y salió con una simple magulladura en la carcasa. El que buceó, perdón, en el WC, y sobrevivió. El móvil anfibio. El móvil robusto. El móvil que en el 2020 chocará contra los iPhones 10, voladores y opresores, y los aplastará.